viernes, 23 de marzo de 2007

teNgo PLATA en el bolsilLo

Tengo plata en el bolsillo, más o menos 200 pesos que olvidé sacar de la billetera. En la mano tengo una película que acabo de alquilar. Se me ocurre que tengo ganas de fumar, entonces aprieto la caja del dvd abajo del brazo izquierdo y con las manos libres busco en los bolsillos el atado de puchos y empiezo a abrirlo.
_Es increíble loco –escucho desde atrás- no saben ni atar la bicicleta.
La voz, ronca como la de un fumador compulsivo, suena cercana.
_Tienen candado y es al pedo, mirá como me la llevo loco.
Miro levemente sobre mi hombro, lleva una campera de nylon tan sucia como su pelo despeinado. Con las manos sobre el manubrio de una bicicleta todo terreno de mujer agarra una botella de vino. El candado pitón está enroscado en la horquilla, no alcanzo a ver si está cortado o no, porque estoy llegando a la esquina.
Me apuro a cruzar la calle con el cigarrillo en la boca, mientras lo enciendo veo un policía comprando algo en el quiosco. “Mierda”, pienso. También que tengo plata en el bolsillo. Una vez en la vereda doblo a la esquina, vuelvo a mirar para atrás y sigue ahí, con la bicicleta entre las manos.
_ ¿Sabés cuál es la moda ahora? –la voz suena más distante- Sacarle los picos de las ruedas, los picos…
Apenas escucho lo último, cuando me doy cuenta que me fui a una calle lateral y que está oscuro. Camino más rápido, tratando de llegar lo antes posible al cíber de la esquina. De repente escucho uno, dos, tres pasos que se acercan rápido desde atrás. Me acomodo para enfrentar lo que sea con los puños cerrados y la oreja cerca del hombro. Cuando las pisadas suenan pegadas a mis talones me doy vuelta. Es un tipo flaco de shorts y musculosa que viene trotando, respirando por la boca con dificultad. Me digo a mí mismo que todavía tengo plata en el bolsillo, mientras espero a que se me desacelere el corazón.

martes, 20 de marzo de 2007

viaje a la luNa (parte tres)

Cuando llegamos a Pilar se calzó unas gafas de sol y volvió a manejar. Era un lugar apartado, rodeado de una gran muralla coronada con garitas de seguridad. Estacionamos frente a un portón de hierro forjado, nos cruzó un guardia morocho con un uniforme color marrón y cara de cansado. Una nueve milímetros asomaba de una cartuchera que colgaba del pantalón.
_ Buenos días –tenía una planilla en la mano-. ¿Viene acompañada?
_ ¿Como le va Bermúdez? –lo saludó con la mano.
_ ¿Me permite el DNI del caballero?
_ No tengo –mentí.
Ella sacó un billete de 50 pesos, el guardia asintió con la cabeza y el portón se movió lentamente. El auto entró despacio por una ruta asfaltada rodeada de árboles que cruzaba un parque todo verde. El camino se bifurcó, un cartel de madera indicaba que hacia la izquierda estaba el Country Club, doblamos hacia la derecha. Después tomamos una calle de ripio que se sumergía en un pequeño bosque. El trayecto terminó en un garage con una puerta pesada de madera que la rubia abrió presionando un botón del llavero.
Bajamos y entramos a lo que parecía una cocina en penumbras. La levanté de las nalgas contra la pared más cercana y me abrazó dándome besos frenéticos. La saliva excedía nuestras bocas y se expandía por el cuello y la cara.
Su cuerpo desnudo parecía frágil y su piel apenas había perdido la textura tersa de los veinte años. Lo hicimos por todos lados; sobre la mesa de algarrobo, en el futón del living y también en todos esos lugares de una casa grande que no sé cómo se llaman. Estaba desesperada, quería más y más y yo tenía ganas de darle todo.
Cuando terminamos era de día. Estábamos cansados y desnudos fumando un cigarrillo en la cama. Lo único que rompía el silencio eran los chirridos de los pájaros.
Me desperté, estaba solo y el sol había cambiado de lugar. Caminé hasta el baño, me lavé las manos, la cara e hice buches con dentífrico. Bajé despacio la escalera, cuidándome de que no hubiese nadie.
Dos horas más tarde estaba en Constitución comprando un diario para matar el tiempo mientras esperaba el tren. La gente se amontonaba en los andenes entre olor a choripán y mugre. Ni bien frenó la locomotora subimos todos empujando, con la esperanza de encontrar algún lugar.

viaje a la luNa (parte dos)

Cinco vasos de fernet más tarde la noche dio un vuelco anhelado. Estábamos decididamente excitados, podíamos hablar con cualquiera de cualquier cosa, hacer lo que quisiéramos. De repente nos encontrábamos rodeados por un grupo de chicas que nos miraban sonriendo y bailaban al ritmo de una música electrónica que de a poco iba subiendo de intensidad. El DJ se movía en la cabina con un trago en una mano y la otra sobre la consola. Lo alenté con mi puño levantado mientras pegaba saltitos. El golpe repetitivo del bombo (pum, pum, pum) tronó desde los parlantes. Más de uno saltó y aulló de la forma más vistosa posible.
La gente nos miraba, nos deseaba. Éramos los fundadores de una fiesta espontánea. Las luces pálidas de ambiente fueron cambiadas por luces rítmicas que teñían el lugar de rojos, amarillos y azules.
A un costado mi amigo bailaba entre dos chicas que cruzaban sus piernas entre las suyas. Todo era una masa de piel sudada que se escapaba de la ropa. Les murmuraba cerca del oído y ellas respondían pegando grititos y frotando su cuerpo contra el suyo. Un flaco alto con anteojos de sol y los pelos parados con gel se acercó rebotando.
_ ¡Paisa! –gritó- ¡Dejame ser tu amigo!
_ Patético –murmuró mi amigo, mientras escondía su cara entre el pelo de una morocha que empezaba a sonreír.
Sentí dos manos en la cintura, empecé a mover la cadera y el cuerpo detrás de mí siguió el ritmo. Me di vuelta y era hermosa, tenía una musculosa negra estampada con letras plateadas que decía “sexy girl” (y con razón). Era chiquita, sus formas redondeadas le daban una gracia natural. Me miraba desde debajo de un flequillo rubio con unos ojos verdes muy vivaces. La miré y me quedé bailando con ella, en silencio y sin dejar de sonreír. Para cuando empecé a hablar estaba como Jimi Hendrix con máquina y Pro Tools. Mi retórica era implacable, una de esas noches en que todas las palabras caen una atrás de otra y terminan por armar frases geniales. Me calentaba hasta a mí mismo.
La charla fue corta, había que levantar mucho la voz. Me contó sin pudor que tenía treinta y pico, que hacía dos meses estaba divorciada y que quería recuperar el tiempo perdido. Como no me importaba la agarré del mentón y la besé con fuerza, metiéndole la lengua en la boca.
Un rato más tarde estábamos en un sillón, ella se había sentado arriba mío y no dejábamos de besarnos. Me acariciaba el pelo y yo oscilaba entre rozar con mis dedos la parte baja de la cintura, el cuello y las piernas.
_ Me gustás nene –susurró.
_ Copado –la besé en la mejilla- vos a mí también.
_ ¿Vamos?
_ ¿Dónde querés ir? –levanté una ceja.
_ A mi casa –me mordió la oreja- en mi auto.
_ Y dale, yo ando a pata.
Cuando me estaba yendo, mi amigo estaba inmerso en un beso acuoso que interrumpió al verme. Lo saludé de lejos mostrándole el celular. Me señaló sonriendo con el dedo índice sin dejar de bailar.
Tenía un Rover 420 verde, impecable. Puso un CD de David Bowie, Reality; giró la llave y aceleró. Le dije que me gustaba mucho el auto y me preguntó si quería manejar. Asentí, frenó y mientras nos cambiábamos de lugar sin bajarnos del auto la agarré del culo y la apoyé. Me sintió y me besó toda su lengua. Una vez que nos sentamos cada uno en su lugar, me puse el cinturón de seguridad y me indicó el camino. Me dijo que vivía en un country en Pilar, una de las cosas que le habían quedado de la división de bienes.
Cuando subimos a la autopista me estaba chupando el cuello mientras me tocaba la entrepierna. Me desprendió el pantalón y hundió la cabeza entre mi estómago y el volante. Por las dudas disminuí la velocidad. Empezaba a amanecer.